Archive for the 'Relato' Category

Otra vez el champán, y las uvas y el alquitrán.

No quiere entrar.

Está cansado, desganado, y sobre todo… decepcionado. Son ya muchos años, haciendo siempre lo mismo, y ya no lo aguanta más. Al principio se esforzaba, y durante mucho tiempo lo hacía cada vez mejor, pero desde hace unos años ha perdido la ilusión, ya no es capaz de luchar por mejorar, ya no le importa cuál sea el resultado. Total, sabe que lo haga como lo haga, siempre va a recibir críticas. Está agazapado detrás del telón, cuando apenas quedan unos segundos para que llegue su turno. En realidad, lo que más le duele es saber que él es el único culpable de todo esto. No entiende cómo ha podido llegar a este punto, debería haberse dado cuenta antes e intentar cambiar, pero ahora es demasiado tarde. A partir de este momento, ya sólo puede ir a peor.

Con cuidado, separa un poco el telón, asegurándose de que el tejido no roce su cara y estropee el maquillaje. A través de un ojo de color negro, observa a su público. Le están esperando impacientes. Desde hace unos segundos han empezado a gritar su nombre. Hay cientos, miles… millones de personas vigilantes con la mirada fija en el escenario. Todos ellos han depositado sus esperanzas en él. Parece mentira que todavía sigan pensando que puede hacerlo mejor. Esto le anima por un segundo, su público es incondicional. Año tras año van a verle salir, con la misma ilusión y las mismas ganas del primer día.

Ilusos… piensa mientras se coloca la peluca.

Finalmente, llega el momento. Los instrumentos de percusión resuenan anunciando su entrada. La gente se queda muda, expectante. Le quedan doce segundos. Se mira al espejo por última vez. Se siente ridículo, una vez más. Borra el círculo. Dibuja el palito. Comprueba sus zapatos. Se coloca el sombrero, se pone la sonrisa, respira hondo y gong!!! sale dando saltos.

-Señores y señoras… comienza el espectáculo!!!

Nadie se da cuenta de la diferencia, todos se lo creen. Parecen contentos. Al cabo de un año, le criticarán otra vez, pero seguirán creyendo que el próximo será mejor.

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Feliz 2011.

Engañastutos

El Buscón está deprimido. Son 400 años de trabajo tirados a la basura. Tanto esfuerzo, tanto tiempo dedicado a enseñar y perfeccionar su oficio y de repente parece que ese arte ha alcanzado su punto más alto de decadencia.

Don Pablos no lo entiende.  Es consciente de que los tiempos han cambiado, pero no puede comprender que sus compañeros de profesión no hayan sabido aplicar su astucia para adaptarse a ellos de una manera más digna.

Estafas cibernéticas.  Son tan penosas que ya ni siquiera merecen llamarse así.  En su lugar, utilizan una palabra en inglés, scam, que no hace más que reafirmar que el timo de escuela ya no existe como tal,  se ha globalizado. Mensajes sin sentido, burdos textos que se repiten una y otra vez.  Algunos de ellos, cutres traducciones del mensaje original, aquél que quizás sí dio resultado la primera vez que se envió.  Ha ganado un coche, el Messenger se cierra, yo hijo millonario te regalo a usted 500 millonas de euro.   Quién se lo va a creer?  Faltas de ortografía,  frases inconexas… absurdo, todo es absurdo para Don Pablos.

Ya nadie se molesta. Los nuevos timadores no necesitan aprender ni mejorar.  No se preocupan, porque saben que la gente va a picar de todas formas.  No importa lo mal que lo hagan, siempre hay alguien que se lo traga.

Como esos programas de la televisión.  Son tan estúpidos que al Buscón le avergüenza pensar que alguien pueda coger el teléfono y llamar.  Y sin embargo, lo hacen.  Se creen que no puede haber muchas personas en el mundo capaces de adivinar que el nombre secreto es AV_L_NO, y que, si le dan a re-llamada, deberían ser los primeros en entrar en línea.

Es indignante.  Don Pablos no sabe qué hacer, no soporta ver cómo algunos de sus alumnos han caído en el mundo de la estafa fácil, tirando por la borda todos los principios que él les había inculcado.  La mayoría de ellos están trabajando para multinacionales, donde no son más que robots humanos programados para darle al botón de enviar.  Ya no utilizan el cerebro, no les dejan pensar, sólo tienen que enviar, enviar, enviar, y esperar a que alguien caiga, porque saben que alguien va a caer.

El otro día no podía dar crédito cuando, en la puerta de aquella perfumería, vio a Marcelo, su alumno más aventajado, el archidiestro de la técnica del ardid,  “regalando” cinco perfumes de los caros por el precio de una colonia barata. Le habría dado unos buenos azotes allí mismo, delante de todo el mundo, si no fuera porque sólo valían 10 euros, y era justo lo que llevaba en la cartera.
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El joven domador de «Lepidotera robustus»

Un día, sin que él se diera cuenta, me colé por La trampilla y le robé uno de sus collages.
http://latrampilla.wordpress.com/2009/10/08/o14-el-joven-domador-de-lepidotera-robustus/
Quién me iba a decir a mí que aquella imagen tenía algo que contarme…

lepidotera-robustus1

.Héctor no conseguía dormir esta noche.  Mañana era el gran día y los nervios le mantenían completamente despierto.  Llevaba horas dando vueltas en la cama, imaginándose cómo ocurriría.  Su abuelo le había dado instrucciones claras.  Debía levantarse sin despertar a nadie, coger la cometa y dirigirse al bosque, al lugar de siempre, para echarla a volar.  Pero miles de dudas rondaban su cabeza… por qué su abuelo no quería acompañarle esta vez? Y qué pasaría si la cometa no volaba? Y si alguien se despertaba? No, eso no podía suceder, debía ser cauteloso y hacerlo con mucho cuidado. Si no lo conseguía su abuelo se sentiría muy decepcionado.

Recordaba el momento en que habían terminado la cometa, tres días antes.  Tenía grabada en su memoria la imagen de su abuelo contemplando su obra de arte.  Nunca lo había visto así antes, se había quedado petrificado frente a ella. Ensimismado, y con los ojos llorosos, había alargado su mano arrugada y temblorosa para repasar, casi sin tocarlas, todas las costuras de la cometa.  Al terminar, había dirigido su mano hacia su cara, como si también quisiera repasar sus propias arrugas. De repente, su abuelo parecía preocupado por su imagen, por sus arrugas, por su vejez.

-qué te pasa abuelo? Preguntó Héctor

-nada hijo. Te acuerdas del día que murió tu abuela?

-no

-tú eras muy pequeño, pero aquél día una mariposa entró en casa y estuvo revoloteando a nuestro alrededor durante horas.  Aquella mariposa era exactamente igual que ésta, y  el nombre de esta especie es el mismo que el de tu abuela.

Sólo entonces Héctor había entendido por qué aquella cometa tenía que ser perfecta. Su abuelo había insistido desde el principio en que así lo fuera, entre los dos debían conseguir que fuese la mejor de todas las que habían hecho.

A Héctor siempre le habían fascinado las cometas que su familia fabricaba.  Desde muy pequeño, solía pasarse horas contemplando cómo su abuelo cosía con paciencia las distintas telas de colores. Cada cometa era todo un reto para él.  Seguía el proceso de creación de todas ellas con gran interés, vigilando que todo se llevara a cabo a la perfección.

Pero lo que más le había gustado desde siempre era el momento en que las echaban a volar para comprobar si funcionaban.  Sabía que el más mínimo error provocaría que la cometa no pudiese mantenerse en el aire y, aunque eso sólo había sucedido una vez desde que Héctor había nacido, era un miedo que le acompañaba constantemente.  Siempre las probaban los domingos, ya que era el día que todos estaban en casa por la mañana.  Cada vez que una cometa se terminaba a media semana, Héctor se pasaba los días esperando ansioso a que llegara el domingo.  Sus padres lo veían corretear por la casa nervioso y agitado, y les resultaba difícil negarse a las súplicas del pequeño pidiendo que le dejaran probarla con antelación, pero sabían que no podían ceder.  Formaba parte de su educación, debía aprender a ser paciente.

Cuando por fin llegaba el domingo, Héctor era siempre el primero en levantarse, y empezaba su habitual recorrido por todas las habitaciones de la casa, despertando uno a uno a todos los miembros de su familia. Pero esta vez era diferente.  Mañana Héctor no podía despertar a nadie, debía hacerlo él sólo, y debía hacerlo bien.

Cuando por fin atisbó el primer rayo de luz, salió de su cama y, tratando de mantener la calma, preparó su desayuno, con cuidado de no despertar a nadie.  Terminó de comer y recogió la mesa, tal y como le habían enseñado.  Intentando disimular su excitación, sólo para convencerse a sí mismo de que ya era mayor y podía afrontar la vida con la templanza necesaria, se dirigió al taller donde le aguardaba la cometa.

La contempló inmóvil durante unos segundos, ignorando que esta sería la última vez.  Las costuras en las alas, que su abuelo había cuidado tanto, le parecían una obra de arte. Ahora estaba convencido,  ésta era con diferencia la mejor de sus creaciones.

Con cuidado, la levantó, salió de la casa y se dirigió hacia el bosque, al tiempo que la luz del sol se abría paso entre los árboles. La dejó reposar en el lugar donde siempre las probaban. Una vez más, la miró, suspiró hondo, y empezó a separarse de ella. La levantó ligeramente y empezó a desenrollar la tanza, al tiempo que la cometa iba elevándose.  La mariposa no tardó en levantar vuelo, de una manera tan suave que a Héctor le pareció que se movía por si sola, independiente de la tanza que la unía con sus manos.

La mantuvo un rato en el aire, balanceándola de un lado a otro.  Pero de pronto, Héctor sintió como la cometa empezaba a tirar de él con más fuerza. El impulso era tal que casi levantaba sus pies del suelo. No podría aguantar durante mucho tiempo.  No sabía qué hacer, no podía dejar que se le escapase. Si la perdía o la rompía, su abuelo no se lo perdonaría nunca.

Contempló atónito cómo la cometa empezaba a cobrar vida. De repente, las alas de la mariposa se movían de arriba abajo, y sus colores brillaban con más fuerza.  Las costuras, que antes eran finas líneas casi imperceptibles desde la distancia, se convertían en gruesos lazos de un negro brillante que dibujaban formas y motivos preciosos.  Se movía con fuerza, de un lado a otro, empujándole a él también, aun cuando el viento era constante.

Durante un rato, luchó contra ella, intentando manejar su movimiento, pero no conseguía dominarla. Había perdido por completo el control de la cometa, y no lograba recuperarlo.

De repente lo comprendió. Ahora entendía lo que estaba sucediendo.  Esta vez sería imposible domarla.  Esta cometa no se quedaría a su lado, por más que él intentara retenerla. Echaría a volar y se iría lejos, sin que él pudiera hacer nada para impedirlo.

Resignado, abrió sus manos y dejó que la tanza se deslizara entre sus dedos.  La mariposa voló en libertad mientras las lágrimas resbalaban por las mejillas de Héctor.  El animal se movía frenético, de un lado a otro, de arriba a abajo, cambiando repentinamente la dirección del vuelo, daba vueltas sobre sí mismo, como si no supiera a dónde ir.

De pronto, la mariposa se dirigió hacia Héctor, con tal velocidad que el muchacho se asustó. Por un momento creyó que iba a embestirle pero en su lugar se detuvo en seco cuando llegó frente a él, y se quedó mirándole fijamente. El pequeño pudo ver el brillo de sus ojos, ese brillo que tan bien conocía. Pasaron sólo unos segundos que a Héctor le parecieron eternos, y después las alas de la enorme cometa empezaron a moverse de nuevo.  Arrancó vuelo y esta vez no miró hacia atrás.  Se marchó despacio, alejándose poco a poco, hasta que desapareció en la lejanía.

Héctor se secó la cara, se dio la vuelta y volvió a casa.

Cuando llegó todos estaban esperándole para darle la noticia.

Héctor no se entristeció. Sabía que ahora, por fin, su abuelo volvería a ser feliz.

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Gracias Adri

Por falta de tiempo

«Cariño, ahora no tengo tiempo»

Había escuchado tantas veces esa frase que ahora carecía de todo significado. En lugar de un conjunto de palabras estructuradas, para ella ya no era más que un sonido. Un golpe seco, rápido y conciso,  como cuando una puerta se cierra de repente por una corriente de aire. Hacía tiempo que ya no le sorprendía, sabía perfectamente cuando iba a sonar, pero seguía golpeándole el corazón cada vez que la escuchaba.

Desde que lo conocía había sido siempre así.  Al principio no le daba importancia, le resultaba incluso atractivo que estuviera siempre tan ocupado.  Le admiraba por su gran capacidad de sacrificio, por su gran pasión y dedicación a su trabajo.  Sin embargo, con el tiempo se había convertido en algo insoportable para ella.

Recordaba cuantas noches había pasado despierta a su lado, llorando en silencio hasta el amanecer.  Cuantas veces lo había visto salir por la puerta, llevándose con él todas sus esperanzas, sus sueños, su ilusión.  Demasiadas palabras que nunca habían podido salir de su boca, demasiados sentimientos  acumulados en su interior que nunca había podido exteriorizar.  Miles de emociones deseando ser contadas, luchando por salir desde lo más hondo de su corazón.  Y en su lugar, sólo una frase, la misma de siempre, que ella ya no comprendía, pero que aún le desgarraba el alma cada vez que la escuchaba.

Todavía le quería. Sabía que él no era consciente de su  tormento, y en el fondo eso era lo que más le dolía.  Aquella persona que había sido su apoyo en su día se había convertido en alguien completamente ajeno a ella.  Cómo era posible que no se diera cuenta? Estaba tan ensimismado en sus cosas que no era capaz de ver el sufrimiento que ella acarreaba.

Lo sintió por última vez.  Un último golpe, una puerta que se cierra por el viento, y otra que se abre justo antes de que él desaparezca.  En un autorreflejo miró por la ventana.  Quiso gritarle, pero no consiguió articular sonido.  Tenía la sensación de que él no iba a escucharle, por más que alzara la voz.  Podría echar a correr tras él, agarrarle y expulsar de una vez aquello que la estaba martirizando.  Necesitaba contarle lo que estaba ocurriendo en su interior, tenía que explicarle tantas cosas, tantas dudas, tantos miedos… pero, de qué iba a servir? quizás esta vez le concedería cinco minutos de su tiempo, y después? volvería a ser como siempre, él no podría permitirse volver a llegar tarde a trabajar.

Se quedó inmóvil, viendo cómo se alejaba.  De repente, él se detuvo, dio media vuelta y se dirigió hacia la casa. A ella se le iluminaron los ojos.  Por un momento un hilo de esperanza inundó su corazón. Se había dado cuenta, había escuchado los gritos de su corazón, y volvía porque sabía que algo iba mal.  Quizás no todo estaba perdido todavía.

Escuchó cómo se abría la puerta, y salió corriendo al pasillo, con lágrimas en los ojos.  Cuando llegó a la entrada, se detuvo en seco.  Lo único que vio fue una mano alargándose para coger una bufanda del perchero.  Ni siquiera la miró, dijo adios y salió otra vez.

A ella se le vino el mundo encima.

No necesitó pensarlo más. Hizo la maleta, cogió algo de ropa para los próximos días y dejó el resto de sus pertenencias.  No quería llevarse nada, no le hacía falta, todo lo que necesitaba lo llevaba encima.  Se marchó en silencio, llevándose con ella aquello que estaba creciendo en su interior, aquello que ya nunca podría compartir con él.  Se marchó del pueblo y nunca respondió a sus llamadas.

Tendría el bebé, pero no podía permitir que su hijo escuchara aquella frase ni una sola vez.
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Dedicado, con cariño,
al hombre que nunca recuerda dónde guardó su tiempo


La bufanda

Todo surgió en aquella conversación con Alejandro, cuando me pidió que escribiera un relato para su blog.  A cambio, le dije, tendrás que escribir la segunda parte de uno de mis relatos.  Es un experimento que ya hice otra vez con otro amigo, y resultó muy divertido.  Entonces Alejandro empezó a escribir la segunda parte de Good Bye, y cuando me la envió resultó que su interpretación de mi relato y de su continuación era completamente diferente a la que estaba en mi cabeza, lo cual nos pareció muy gracioso.

Comenzó así un intercambio de puntos puntos de vista que, sin quererlo, fue desviándose hacia la idea de compartir un proyecto literario. Entre las diferentes opciones, decidimos escoger un momento vivido por una pareja, y plasmarlo por separado sin que ninguno de los dos supiera nada del relato del otro, para luego juntarlos y ver el resultado.  En este caso, se trata del momento anterior al Good Bye, cuando algo ocurre entre los dos y deciden separarse.  Por supuesto, tuvimos que acordar algunas cosas de antemano, como el tiempo verbal y un par de momentos que se repiten en los dos relatos para darles cohesión, pero el resto fue completamente independiente hasta hoy, que compartimos los relatos.

El resultado es este.

Él.

No me lo podía creer.  Cómo había podido hacerme esto?  Estaba allí, frente a ella, después de tantos años, y no la reconocía. Esos ojos, esa boca… vagamente me sonaban, pero ya no sabía a quién pertenecían.  Sentía como una fuerza inmensa oprimía mi pecho. Tenía ganas de llorar.  No, en realidad no quería llorar, lo que quería era gritar.  Gritar hasta quedarme sin voz, gritarle que se fuera y que no volviera nunca más.  Pero no conseguía articular ni una palabra.  El suelo se movía bajo mis pies, como queriendo llevarme a algún lugar.  Quizás a algún lugar lejos de allí, donde nada tuviera sentido.  Porque ya nada tenía sentido.

Levanté la mirada y de repente me encontré con la suya.  Me fulminó descubrir que ya no veía nada a través de sus ojos.  Lo que antes era transparente de repente se había convertido en algo tan opaco que lo único que generaba eran reflejos.   En ellos veía ahora mi rabia reflejada,  mi impotencia, mi decepción.  Por un instante dudé de lo que estaba viendo… era el reflejo de mis propios sentimientos o era que ella estaba sintiendo lo mismo? No, no podía ser.  Ella era la que me había fallado a mí, por qué iba a sentirse traicionada si todo era culpa de ella? Porque yo no nunca hubiera reaccionado así de no ser por…

Espera un momento, qué era ese destello en sus pupilas? No, no era posible…  Sus ojos se estaban volviendo brillantes,  se estaban empapando, de esa manera tan cruel que yo no podía soportar.  Por favor, no llores. No, ahora no… espera un…

Instintivamente, me di la vuelta y me dirigí a la habitación.  Necesitaba irme de allí cuanto antes, pero a la vez necesitaba llevarme algo conmigo.  Aquella bufanda que ella me había regalado hacía tiempo, y que había significado tanto para los dos, no podía quedarse en aquel lugar. Debía llevármela conmigo. No pude encontrarla en la habitación, recorrí la casa en su búsqueda, y finalmente abrí el cajón que la guardaba con recelo.   Iba decidido a cogerla, sin embargo, un pensamiento me detuvo.  Si me la llevaba estaría llevándome su recuerdo, y eso era precisamente lo que quería olvidar. ¿O no? Me quedé mirando la bufanda durante unos segundos, que se dilataron en el tiempo al igual que las pupilas de sus ojos se dilataban hacía apenas unos segundos.  No quería llevármela conmigo porque ya no me pertenecía, al igual que esa mujer que estaba inmóvil a mi lado.  Tampoco esa casa, a la que no volvería nunca.  Ya no eran mías, no podía llevármelas.  Debía dejarlas ahí, y marcharme lejos, donde no pudieran encontrarme.

Sin darme cuenta ya había cogido la bufanda… ¿qué iba a hacer ahora? Quería tirarla, quería arrojarla con fuerza pero algo me lo impedía.  No podía dejarla, tenía que llevármela conmigo.  Tenía que llevármela porque sería lo único que me recordase lo feliz que había sido durante todos estos años.  Sería mi único lazo con ella.  Pero no quería ningún lazo, lo que quería era largarme de allí y no volver nunca más a ese lugar, y no volver a ver esos ojos en mi vida.  No quería tener ningún recuerdo, porque ya no se merecía tener un sitio en mi corazón… ¿y qué haré cuando la eche de menos? Pensaba… Porque la voy a echar de menos… No! No podía echar de menos a alguien que me había hecho tanto daño, tenía que olvidarme de ella.  Deja la bufanda, tírala con fuerza y escapa. Me dije.  Márchate corriendo y no mires atrás, márchate ahora, y deja la bufanda ahí.

Me dirigí a la puerta apresuradamente, la abrí y eché a correr.  En mi mano llevaba la bufanda que ella me había regalado cuando aún me quería, y no conseguía soltarla.

Ella.

La situación se precipitó, era una confrontación que no por esperada habría sido más llevadera. Lo más increíble para ella fue su cara de sorpresa. ¡No se podía creer su reacción! Lo habían construido juntos, equilibrado su relación y sus caracteres. Lo había analizado, interpretado, desmenuzado, previsto, estudiado bajo todo tipo de enfoques junto a Anna, su verdadero apoyo desde hacía demasiado tiempo. Ahora lo comprendía todo. Las virtudes se convierten en defectos según las circunstancias. Su nula habilidad para evolucionar, entenderla o entenderse a sí mismo eran su lacra. Ella sabía que llevaba su parte. Las cosas se hacían a su manera o exigían una dolorosa negociación. Si cedía malo y si no, peor. Nadie es fácil de tratar.

La verdad es que alivio fue lo primero que sintió. Todo iba a terminar. Estaba esperándole, obviamente desde hacía demasiado. A aceptar que no tenía más objetivos. La situación tal como estaba colmaba sus expectativas en la vida y cualquier revolución debía proceder siempre de ella. Pero ya no tenía ilusión por tirar del carro. Podía ignorar los silencios, pero la sumisión (nunca, ni en el más penoso de sus sueños, había esperado acabar como sus propios padres) le resultaba intolerable. Lo tapaba todo.

Quiso hacerle daño, pincharle para ver si sangraba. Le parecía la única salida y eso que nunca se había tenido por alguien cruel ni mezquino. Tenía miedo de sí misma. Las dudas se cernían sobre su decisión, compasión o cariño, o simplemente un recuerdo de lo que habían compartido. No había vuelta atrás.

¿Habría valor para confrontar los hechos? Era duro y sabía que dignidad y orgullo tenían que salir, debían salir, necesitaba que salieran. Podía luchar, si no luchaba… Lo vio ir a la habitación, abrir el armario, la cómoda, volver al lavadero, habitación otra vez. Aguardaba impaciente a que algo ocurriese o la ternura se impondría. Buscaba algo, una clave, una solución. Pero no decía nada, miraba al pasar, de reojo, seguía su camino. Y al final la encontró, como el final de una búsqueda personal, el final de su camino juntos, sacó la bufanda del cajón, no recordaba cómo había llegado hasta allí. Se produjo una descompresión total, su mente se fue, conocía la sensación, después de un largo período de stress, el relax de pasar una dura prueba.

Sus silencios encerraban una vida interior. Supo que las cosas podrían haber sido distintas, no necesariamente mejores pues el listón estaba bastante alto, pero tanto como si hubiesen sido dos personas diferentes y el recorrido, otro. El final alternativo, nunca lo sabrían pero le gustaba más su película.

No quiso exteriorizar sus conclusiones porque no sabía cómo reaccionaría, la seguridad la había abandonado. Su relación pasó directamente a la condición de recuerdo y sabía que sería uno bueno, de los mejores, pero esa misma seguridad la acompañaba en la convicción de que todo había terminado.

Se quedó de pie esperando. Él, con la bufanda en la mano. No duró mucho. En realidad fue bastante vertiginoso. Pasó a su lado, salió de la habitación y se marchó. A partir de ahí, pues la nada. ¿Qué hace uno después de semejante momento? Cualquier actividad parecería una falta de respeto y se quedó allí mirando por la ventana.  No tenía sentido, cogió la cartera y las llaves y bajó al super, tenía que acordarse del papel higiénico, que ya no quedaba.

Lector bajito

Hace unos días recibí un encargo muy especial.  Alejandro Larrañaga, con quien tuve el placer de compartir oficina en su día y amistad desde entonces, me ha pedido un relato para colgar en su blog.

Lector bajito, es el nombre de su espacio en la red, donde Alejandro se convierte en un experto crítico de aquello que ama.  Cine, Literatura y Arquitectura tienen aquí su punto de encuentro. Sin duda el lugar al que acudir si quieres hacerte con una lista de imprescindibles.  Es todo un placer para mí haber sido invitada a compartir unas líneas en este sitio empapado de conocimiento.

Alejandro también colabora con la revista digital Suite101,  donde puedes encontrarle en la sección de cine.

Mi relato, dedicado con cariño a ese bajito lector, aquí.

Gracias Alejandro.

Good bye

Consiguió subirse al tren justo antes de que éste cerrara sus puertas. No sabía hacia dónde se dirigía pero sabía que le llevaría lejos de allí.

Se sentó en el primer asiento que encontró al lado de una ventanilla. Estaba sudando. Había salido corriendo y no había parado hasta ese momento. Se quitó el sombrero y lo colocó en la mesa. Hizo lo mismo con la bufanda, que dobló con sumo cuidado. Cerró los ojos y respiró hondo.

La frecuencia de sus latidos comenzó entonces a disminuir, hasta que consiguió recuperar la normalidad en su respiración. Abrió los ojos y los dirigió hacia la ventana. Vio cómo todo iba quedando atrás. Los últimos edificios de aquella ciudad, los árboles, las puestas de sol entre rascacielos, los despertares a su lado, aquel delantal azul, su sonrisa reflejada en la ventana, los paseos de la mano, el aroma a lavanda al entrar en casa, su pelo esparcido en la almohada,… Todos sus recuerdos iban pasando a gran velocidad, siguiento el ritmo que marcaba el traqueteo del tren, sin que él pudiera hacer nada para detenerlos.

Por un momento, le invadió la melancolía. Sabía que nunca más volvería a ese lugar. Sabía que ese tren iba en una sóla dirección, y que nunca recordaría el camino de vuelta. Se alejaba de todo lo que un día le había hecho feliz. Lo dejaba todo sin mirar atrás. Se marchaba para no volver.

Y no podía soportarlo.

Cogió la bufanda, la acercó a su cara y sintió cómo aquel aroma inundaba el interior de su cuerpo, llegando a empapar su corazón. Por un momento deseó poder bajarse de ese tren. Deseó poder volver a casa y olvidar lo que había sucedido. Pero sabía que no era posible.

Sintió cómo las lágrimas se abrían paso hacia sus ojos, y no sabía cómo retenerlas. Sin pensarlo, abrió la ventana, extendió la mano con la que sujetaba la bufanda, y la dejó caer. La vio tocar el suelo y quedarse allí, plegándose en sí misma, como suplicando clemencia. La vio alejarse a gran velocidad, igual que sus recuerdos.

Pronto desapareció, justo a tiempo para que aquella lágrima se evaporara antes de salir de sus ojos.

-Su billete por favor.

Zahid y Blanca

Nunca habían cruzado una palabra. Zahid tenía prohibido acercarse a la familia para la que trabajaba su madre pero hoy, mientras esperaba, aquella niña se había acercado a él…

-De dónde eres?

-Zahid

El pequeño sintió cómo su corazón empezaba a latir más y más rápido. Desvió su mirada al suelo. Sabía que no le entendería, pero aún así no se atrevió a decirle que nunca había visto una piel tan blanca como la suya.

-Me gusta tu casa

-Por qué estás ahí sentado todos los días?

-Me gustan las ventanas. Tienes una ventana en tu habitación?

-Deberías estar en el colegio

-Ojalá yo tuviera una ventana en mi habitación.

14 pasos

Había perdido la visión muchos años atrás. Sus oídos apenas recibían más que leves sonidos inconexos que a veces la sobresaltaban, y al dejar de escuchar, con el tiempo también había dejado de hablar. Sin embargo, a pesar de sus 82 años, su mente se mantenía completamente lúcida. Con la edad había perdido todos los sentidos, pero seguía percibiendo todo lo que ocurría a su alrededor.

Pasaba la mayor parte del tiempo sentada en su mecedora, con la mirada perdida, pero de vez en cuando se levantaba y caminaba por la casa en busca de compañía, o simplemente para comprobar que todo seguía en su sitio. Conocía perfectamente aquellos muros, sabía exactamente el número de pasos que la conducirían a cada habitación, y ya ni siquiera necesitaba contarlos. Había pasado toda su vida en aquella casa, donde había nacido, y conocía cada uno de sus rincones aún cuando ya no podía verlos.

De repente, aquel día, supo que había llegado su hora. No se extrañó ni se asustó. Hacía tiempo que estaba preparada para ello. Sus piernas flaqueaban y sus párpados pesaban. Se sentía desvanecer. Notaba cómo todo su cuerpo se iba desmoronando poco a poco… se habría quedado allí, en aquel instante, en paz consigo misma y en silencio. Habría cerrado los ojos y se habría marchado sonriendo, recordando lo feliz que había sido a lo largo de su vida. Sin embargo, sabía que tenía que hacer un último esfuerzo.

Quiso gritar, pero recordó que había perdido la voz hacía tiempo. Quería llamarles, quería decirles cuánto les quería, necesitaba sentirles cerca por última vez pero no sabía cómo hacerles saber lo que estaba sucediendo.  Quería contarles que no tenía miedo, y que ellos tampoco debían tenerlo. Estaba preparada para morir, y quería que lo supieran, pero no podía hablar, y ni siquiera tenía fuerzas para moverse.

Sin apenas darse cuenta, sus oídos habían recuperado la audición, y pudo escuchar con nitidez sus voces, que resonaban desde la cocina. Tenía que conseguir llegar hasta allí. Estaba cerca, sólo eran 14 pasos. Ni siquiera se sentía capaz de levantarse, pero tenía que hacerlo. No podía marcharse sin sentirles por última vez.

Recordó todos los momentos que había pasado con ellos, y casi sin darse cuenta de repente se encontraba de pie. Empezó a mover sus piernas, lentamente, y poco a poco su cuerpo se fue deslizando. Se apoyaba en la pared, como tantas otras veces lo había hecho para guiarse por aquel pasillo.  Aquellos 14 pasos se le antojaron eternos. Por fin, consiguió llegar hasta el umbral de la puerta, y asomarse ante la mirada perpleja de todos ellos. Se quedó inmóvil durante dos segundos, lo que tardaron en llegar hasta ella y sujetarla. Le hablaban, pero enseguida se dieron cuenta de que era ella quien tenía algo que decir. Se hizo el silencio. Ella separó levemente sus labios, pero ningún sonido salió de su boca. No era necesario, sus ojos hablaban ahora por ella.

En aquel momento, el negro inmenso en el que había vivido sus últimos años  se difuminó y de repente una imagen apareció en su retina. Por unas décimas de segundos, pudo verlos, inmóviles, a su alrededor.

Fue suficiente. No hicieron falta palabras porque todos entendieron lo que decía aquella mirada. Ella también supo que lo habían entendido, y con eso le bastaba. Ya estaba todo hecho, no quedaba nada más.

Inspiró. Sintió cómo el aire atravesaba su garganta suavemente, casi sin rozarla,  y cómo se detenía antes de llegar a sus pulmones. Cerró los ojos. Suspiró. Y se marchó.

Un trébol. Un deseo

Nunca la había visto llorar. La pequeña Lucía siempre se había creído las palabras de su hermana cada vez que iniciaba una de sus rabietas y empezaba a llorar sin más motivo que la búsqueda de atención.

-si sigues llorando así te quedarás sin lágrimas, y nunca más podrás volver a llorar .

Cada vez que escuchaba decir esta frase, Lucía dejaba de llorar instantáneamente, por miedo a quedarse sin lágrimas. En su inocencia, levantaba la cabeza y se quedaba mirando fijamente a esos ojos ya bordados de pliegues y endurecidos por la edad. Desde que tenía memoria, no recordaba haberlos visto llorar ni una sola vez. Seguramente, esos ojos habían malgastado todas sus lágrimas y por eso ahora estaban secos y tristes.

Aquel día, Lucía estaba jugando en el jardín, cuando encontró un trébol de 4 hojas. Las dos hermanas solían pasarse horas buscando tréboles de 4 hojas en el jardín. Si encontraban alguno, pedían un deseo y cuidadosamente lo colocaban entre las páginas de un libro, como su madre les había enseñado, para que se secara. Si el trébol se marchitaba antes de secarse y sus hojas se arrugaban, el deseo no se cumpliría.

Llena de emoción, Lucía arrancó el trébol con cuidado y, aprisionándolo entre sus manos, echó a correr hacia la casa, en busca de su hermana. Mientras subía las escaleras, de camino a la habitación que ésta solía ocupar cuando aún vivía con ellos, algo le hizo detenerse. Había escuchado un ruido pero no podía reconocer qué era. El sonido había salido de la habitación a la que ella se dirigía. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la pequeña, y sin apenas ser consciente de ello, de repente sintió que algo iba mal.

Miró hacia atrás… quizás debería volver al jardín. Pero… el trébol se estropearía si no lo colocaba entre las páginas de un libro! Sin darse cuenta, de repente un grito salió de su garganta

-Mamá!!!!!

Miró hacia todos lados presa del miedo, pero nadie contestó. Seguía escuchando ese sonido extraño que salía de allí arriba. Haciendo acopio de valor, Lucía siguió subiendo las escaleras, con cuidado de no separar sus manos, y se dirigió hacia la habitación de su hermana. Cada vez el sonido era más claro pero ella seguía sin ser capaz de distinguir qué era lo que estaba retumbando en sus oídos. Cuando llegó al final del pasillo, vio la puerta de la habitación entreabierta pero, lejos de entrar saltando y gritando como había planeado, se limitó a acercarse sigilosamente hasta el umbral.

Sin separar las palmas de sus manos, empujó despacio la hoja, hasta que consiguió que uno de sus ojos captara lo que estaba sucediendo… Sentada en la cama, inmóvil, se hallaba su hermana. Sus manos tapaban por completo su rostro, y el pelo caía por ambos lados, creando una silueta que por un momento a Lucía se le antojó tenebrosa.

Se quedó inmóvil, en la puerta, sin saber qué hacer. Sus ojos clavados en aquel cuerpo, Lucía no daba crédito a lo que estaba viendo. De repente, la silueta se movió, y las manos dejaron al descubierto esos ojos que hasta entonces habían sido impenetrables. De repente, aquellas pupilas marrones se abrían en pedazos, y se hacían transparentes a la mirada perpleja de Lucía.

Sin poder apenas pestañear, la niña suspiró y en un instante comprendió lo que esos ojos habían escondido durante tantos años. Lentamente, abrió sus manos, fijó su mirada en el color verde del trébol y, al mismo tiempo que una lágrima se desparramaba en el centro de las cuatro hojas, susurró:

-Deseo que se acaben las lágrimas de mi hermana.

Todavía temblando de miedo, bajó al salón, se hizo con el libro más grande que encontró en la biblioteca, y con cuidado extendió el trébol entre sus hojas. Cerró el libro, lo volvió a colocar en su sitio, y ya tranquila, volvió al jardín y siguió jugando entre las flores.


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